¿Es bien macho y quiere vivir más? Atiéndase con una médica

Viernes, 25/03/2016

Los hombres pueden morir cinco años antes que las mujeres simplemente por no atreverse a contar la verdad sobre sus síntomas.

Rodrigo Lara Serrano. Se sabe, dentro de todo hombre hay un Clint Eastwood esperando su oportunidad para desmontar, echarse el poncho sucio hacia atrás y responder con monosílabos a las preguntas de los estúpidos que repletan el mundo: esos que no dejan salir a su Clint Eastwood interior.

Bueno, tal vez no de todos. Pero es cierto que a muchos miembros del género masculino les gusta coquetear con las formas sociales permitidas de la dureza. Por ejemplo, no decir toda la verdad, si esa “verdad” los presenta excesivamente débiles a sus propios ojos o los ajenos. Sucede que las “mentiras blancas” pueden ayudar a que la conversación fluya de manera más fluida y sin silencios embarazosos en el trabajo o con los amigos, pero es la peor de la ideas si de salud se trata.  Podría llevar al “mentiroso” a la muerte.

El razonamiento anterior se encuentras detrás de una investigación de Diana Sánchez, profesora asociada de psicología en la Escuela de Artes y Ciencias de la Universidad de Rutdgers, en EE.UU., y  Mary Himmelstein, una estudiante de doctorado.  “La pregunta que queríamos responder era, ¿por qué los hombres mueren antes que las mujeres?” explica Sánchez sobre sus motivaciones. Porque, en los hechos, “los hombres pueden esperar morir cinco años antes que las mujeres, y las diferencias fisiológicas no explican la diferencia”.

Tradicionalmente se ha pensado que esta brecha de supervivencia entre los sexos se relaciona con a) el mayor stress de los hombres en su entorno laboral, b) su soledad afectiva mayor o su dificultad para sostener vínculos de apoyo en las etapas tardías de la vida, c) efectos protectivos de la genética femenina, o d) un efecto “de trayectoria” (los hombres han llevado estilos de vida mucho peores que las mujeres durante las décadas previas). Sin negar que las posibilidades anteriores puedan ser relevantes en muchos casos y enfermedades, las investigadoras encontraron una opción mucho más simple y elegante: lo que los mata antes es el machismo. Y no cualquier machismo, sino el machismo aplicado a sí mismos.

Himmelstein y Sánchez descubrieron que los hombres que manifiestan creencias tradicionales sobre la masculinidad –pensar que lo masculino por “naturaleza” se caracteriza por encarnarse en un carácter duro, valiente, independiente y con una expresión de la emociones oculta o contenida- resultan más propensos a ignorar los problemas médicos o a demorar el enfrentarse a ellos, que las las mujeres o los hombres con valores menos tradicionales.

La anterior sería la primera parte del problema. Así, por “soportar” estoicos los síntomas y no enfrentar a la enfermedad o su posible desarrollo se tardaría en pedir ayuda sanitaria. La segunda, llegado el momento, se originaría en que los "hombres bien hombres" están más dispuestos a elegir un médico varón. ¿Por qué? Atrapados por un prejuicios que les dice que los médicos “hombres” son más competentes que las médicos “mujeres”. Alguien podría arguir que, como de todo hay en las viña del Señor, el efecto de este elemento debería de ser difuso. A fin de cuentas, probablemente la mayoría de los médicos “masculinos” son competentes. No obstante, el punto no es ése.

Las investigadoras descubrieron que los hombres, habiendo escogido un médico de su mismo sexo, llegado el momento de la consulta, estaban menos dispuestos a ser honestos con aquel profesional, atrapados por su necesidad de mantener el estereotipo de dureza. “Eso ocurre porque no quieren mostrar debilidad o dependencia a otro hombre, incluyendo a un doctor”, dice Sánchez. Por el contrario, si eran derivados a profesionales de sexo femenino, los hombres tendieron a ser más honestos acerca de sus síntomas médicos con ellas. Para Sánchez, la diferencia de actitud se debe a que ser honesto acerca de las vulnerabilidades propias no causa la pérdida de status frente a las mujeres.

El trabajo de las expertas de Rutdgers usó como base la creación de un “índice de masculinidad”. Esto es, una correlación entre cierto tipo de respuestas asociadas a valores masculinos tradicionales y una escala numérica. Luego, entrevistaron a unos 250 hombres on line pidiéndoles sus opiniones sobre la virilidad y, entonces, sobre sus preferencias de atención médica. Luego de este primer acercamiento,  repitieron el proceso entrevistando a una muestra de 193 estudiantes (88 hombres y 105 mujeres) en una universidad pública del noroeste de EE.UU. Y, a sí mismo, a otras 298 personas, mitad hombres y mitad mujeres, de público general. Esta vez la entrevistas fueron presenciales y en un entorno que simulaba ser una consulta médica en regla, con médicos/as y enfermeros/ras.

Los resultados expresaron los datos con que se inició esta nota (cuanto mayor puntaje tenían los sujetos en la escala de masculinidad, estaban menos dispuestos a discutir sus síntomas francamente con los entrevistadores masculinos). Hubo una sorpresa. Resultó que las mujeres que se identificaban con valores imperativos orientados hacia el coraje y la autosuficiencia -siempre de acuerdo con sus respuestas a los cuestionarios - también eran menos propensas a buscar tratamiento y mostraban más probabilidades de postergar la búsqueda de ayuda médica. Lo que las diferenciaba de manera fuerte con el resto de las mujeres para las cuales el valor, la tenacidad y la autosuficiencia no eran valores fundamentales.

“Es peor para los hombres, sin embargo”, dice Himmelstein, porque “los hombres tienen un guión cultural que les dice que deben de ser valientes, independientes y resistentes. Las mujeres no tienen esa secuencia de comandos, por lo cual no tienen que responder a ningún mensaje cultural conminándolas a que, para ser mujeres reales, no deban preocuparse demasiado de las enfermedades y sus síntomas”. Así, la autosuficiencia, caricaturizada como una visión en la que el ideal es ser un Robinson Crusoe o Clint Eastwood en el Oeste; esto es,  héroes que operan casi en un “vacío” social, sin lazos afectivos, tiene mal pronóstico. La moraleja es que, si de sobrevivir en el mundo contemporáneo se trata, es mejor imitar a un Jack Sparrow, de Piratas del Caribe, que a un Arnold Schwarzenegger de Terminator.

 

 

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