Un litro de Coca Cola u otra gaseosa "normales" al día puede apagar o alterar hasta 900 genes
El consumo del equivalente en JMAF (Jarabe de Maíz de Ata Fructuosa) presente en galletas, jugos, yogurts, mermeladas y panes influiría en la genética de la enfermedad de Parkinson, la depresión, el trastorno bipolar y otras enfermedades del cerebro.
La historia es verídica. Alrededor de unos 30 años atrás, agentes de aduana estadounidenses, alertados por FBI, comenzaron a detectar el contrabando de una droga legal, cafeína, desde México. Específicamente hacia Nueva York. Pronto descubrieron que lo importante no era la droga en sí, sino dónde se la transportaba y qué la acompañaba. El precio al cual se conseguía tal “empaque” en la Gran Manzana no era exorbitante, sino, un poco mayor a su sucedáneo local: la Coca-Cola. Porque lo que se vendía entre murmullos, guiños y claves era nada menos que Coca-Cola mexicana.
Los agentes se rascaban la cabeza. Por dos razones. Primero, por estar investigando una infracción aduanera resultado del hecho de las embotelladoras nativas de Coca Cola no querían competencia de sus homólogas mexicanas. Segundo, porque la única explicación sobre el por qué los inmigrantes mexicanos preferían la gaseosa de su patria de nacimiento a la de su patria adoptiva no podía ser sino el capricho. “No, el sabor es diferente”, respondían los inmigrantes. “¿Diferente? A ver, veámos”, se atrevió algún agente y.., sí, había algo distinto allí. ¿Qué? Probablemente la droga más popular del planeta: azúcar. La Coca-Cola mexicana se seguía fabricando, en ese entonces con azúcar de caña, mientras que la Coca-Cola estadounidense utilizaba un endulzante distinto: Jarabe de Maíz de Alta Fructuosa (JMAF). Dicho pronto y mal, lo que le da el dulzor al choclo dulce cultivado masivamente en esa nación.
El JMAF es hoy el endulzante más universal. No sólo está en bebidas convencionales, también se le agrega a casi todas las galletas (incluso muchas de las saladas), viene en los kétchups, salsas, comidas congeladas, pre-pizzas, mermeladas, panes industriales de todo tipo (desde blancos a integrales), en muchos chacinados (salchichas, jamones, mortadelas) y, por supuesto, en jugos en polvo y caramelos.
Esta invasión es el resultado de cambios largos y complejos en la industria alimenticia y agricultura, pero –sin duda– dos de los más importantes entre ellos son la enorme productividad agrícola de EE.UU., fogoneada por los subsidios a sus productores y los avances de la ciencia de la palatabilidad (junto con el considerar ético crear alimentos cuya mezcla de azúcar, sal y grasa desactive los centros de saciedad del cerebro, de manera que el consumidor ingiera más de lo que haría en condiciones “normales”). Ambos han llevado a que el JMAF desplace al azúcar y se incluya en alimentos no tradicionalmente dulces.
Y acá comienzan los problemas. El hígado metaboliza fructosa del JMAF de una manera diferente de lo que lo hace con la glucosa. De hecho, tiene una capacidad limitada para metabolizarla. Si la carga de JMAF es baja, no hay muchos problemas, caso contrario comienza a cumularse grasa hepática. Y empieza así el proceso que lleva a la enfermedad metabólica crónica.
Robert Lustig, el experto en endocrinología que lidera la lucha contra el abuso masivo en el uso de azúcar y JMAF, lo dice muy claro: “La fructosa no es indispensable para ningún mamífero. No hay ninguna reacción bioquímica en el cuerpo que requiera fructosa dietaria”.
Hasta ahora se creía que el JMAF resultaba peligroso por su aporte a la epidemia de diabetes que vive en planeta. En especial países como México, EE.UU., Argentina, Chile y Venezuela. Sin embargo nueva evidencia preliminar abre un nuevo y todavía más grave flanco sobre las ya debilitadas defensas de los abogados de mantener el uso de JMAF en los alimentos.
Un estudio realizado por científicos de la UCLA (Universidad de Califonia Los Ángeles) encontró que cientos de genes pueden ser dañados por la fructosa. En un experimento llevado a cabo con ratas, en un modelo estricto que replica lo más cerca posible las condiciones en humanos, el equipo de investigación secuenció más de 20.000 genes en los cerebros de las ratas, y identificando más de 700 genes en el hipotálamo (importante centro de control metabólico del cerebro) y más de 200 genes en el hipocampo (que ayuda a regular el aprendizaje y la memoria) que se alteraron por la fructosa, la gran mayoría de las cuales son comparables a los genes similares en los seres humanos. Entre ellos destacan los que interactúan para regular el metabolismo, la comunicación celular y la inflamación. Entre las condiciones que pueden ser causadas por la alteración de los genes están la enfermedad de Parkinson, la depresión, el trastorno bipolar y otras enfermedades del cerebro, dice Xia Yang, uno de los autores del trabajo y profesor asistente de biología y fisiología integrativa.
De los 900 genes que identificaron, los investigadores encontraron que dos en particular, llamados Bgn y Fmod, que parecen ser uno de los primeros genes en el cerebro que son afectados por la fructosa. Una vez que se alteran pueden desencadenar un efecto de cascada que, finalmente, altera cientos de otros, agrega Yang, quien también es miembro del Instituto de Biociencias de la UCLA.
El experimento en sí consistió en que los investigadores entrenaron ratas para escapar de un laberinto, y luego las dividieron aleatoriamente en tres grupos. Durante las siguientes seis semanas, un grupo bebió agua con una cantidad de fructosa que sería más o menos equivalente a una persona que ingiere un litro de gaseosa o refresco por día. Al segundo grupo se le dio agua fructosa y una dieta rica en DHA (el ácido graso omega-3 conocido como ácido docosahexaenoico). El tercero recibió agua sin fructosa y sin DHA.
Pasadas esas seis semanas, las ratas fueron puestas en el laberinto de nuevo. Los animales que habían recibido solamente la fructosa recorrieron el laberinto alrededor de la mitad de rápido que las ratas que bebieron sólo agua, lo que indica (según los investigadores) que la dieta de fructosa se había deteriorado su memoria. Las ratas que habían recibido fructosa y DHA, sin embargo, mostraron resultados muy similares a los que sólo bebieron agua, lo cual sugiere fuertemente que el DHA elimina los efectos dañinos de la fructosa.
El DHA “no cambia sólo uno o dos genes, sino que parece empujar todo el patrón de genes a volver a la normalidad, lo que es notable", comenta Yang. El citado DHA se produce naturalmente en las membranas de las células cerebrales, pero no en una cantidad lo suficientemente grande como para ayudar a combatir enfermedades.
En cuanto a la fructosa, es relevante que a investigación también reveló nuevos detalles acerca del mecanismo por medio del cual la fructosa interrumpe o altera la acción de los genes. Los científicos descubrieron que la fructosa elimina o añade un grupo bioquímico a la citosina, uno de los cuatro nucleótidos que componen el ADN (los otros son la adenina, timina y guanina.) Este tipo de modificación desempeña un papel fundamental en que los genes entre, metafóricamente, en posiciones "on" u "off".
Con estos datos y los de una investigación anterior, dirigida por Fernando Gómez-Pinilla (que encontró que la fructuosa daña la comunicación entre las células del cerebro y aumenta las moléculas tóxicas en el cerebro; y que una dieta rica en fructosa a largo plazo disminuye la capacidad del cerebro para aprender y recordar información) comienza a dimensionarse el impacto que la ingesta de JMAF puede hacer a cientos de millones de personas.
Para Gómez-Pinilla, coautor del trabajo, no es erróneo ver a los alimentos "como un compuesto farmacéutico que afecta al cerebro". Por ello recomienda evitar las bebidas azucaradas, reducir los postres y, en general, consumir menos azúcar y grasa saturada.
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