Así se vive con una enfermedad rara en Colombia

Martes, 05/03/2019
"Yo no me considero un guerrero. Para mí, el dolor es inevitable y es causa perdida combatirlo".
Pablo Ramírez Uribe / El Espectador

Hace un mes, repasando otra vez lo que implica mi realidad, escribí un cuento corto sobre un niño enfermo, que nunca ha conocido un día sin usar un tanque de oxígeno o tomar veinte pastillas, y que les dice a sus papás y a su doctor: “Ya no más”. El cuento no lo han leído mis papás, ni mi hermana; apenas se enteran de su existencia al leer el borrador de este artículo, porque “ya no más” fue el mantra que le repetí a mi mamá hace varios años, durante una de mis muchas hospitalizaciones.

Es esa realidad la que me ha motivado a escribir cada 28 de febrero, Día Mundial de las Enfermedades Raras, mis reflexiones sobre las 7.000 enfermedades raras (ER), clasificadas así si afectan a menos de 200.000 personas, y de las cuales solo el 5 % tienen tratamiento aprobado. La mitad de ellas no cuentan con una organización oficial que agrupe a los pacientes, familiares y doctores. Tres de cada diez niños con enfermedades raras no cumplirán los cinco años. Y son ellos, los niños, quienes conforman el 50 % de los 350 millones de pacientes con ER. Aún con mi enfermedad rara —el APS 1 o Apeced— que afecta al 0,00003 % de la población mundial, sobrevivo.

A los “suertudos”, a quienes como yo seguimos vivos, nos llaman valientes porque enfrentamos nuestras dificultades y no nos damos por vencidos. Sobrevivir. Como si vivir no fuese ya sumamente difícil.

Dice Susan Sontag en su libro La enfermedad como metáfora que “no hay nada más punitivo que darle un significado a una enfermedad —un significado que invariablemente será moralista”. Es increíble de qué forma y en qué situaciones se le da significado a nuestra vida. De un lado están los que triunfan contra la adversidad. Stephen Hawking, por ejemplo, una de las mentes más brillantes, que perseveró a pesar de su esclerosis lateral amiotrófica (ELA). O como en mi caso que, no obstante mi enfermedad, he podido avanzar en mis estudios (en unos meses obtendré el grado de mi maestría en Educación) y hacer realidad varios de mis sueños. Muchos lo ven como algo “extraordinario”. Pero es ahí donde yace el problema: las historias que se conocen son de quienes logran más de lo que se espera de ellos, dada su condición, cuando lo que queremos es vivir, así de simple. Y, si se logra eso, lo otro que queremos es vivir normalmente.

En el otro lado (porque no hay punto medio) están la mayoría de pacientes, los que no son vistos como ejemplos de fortaleza, sino como una carga para la sociedad. La enfermedad para todos nosotros es parte de nuestra vida, no nos define, ni nos da significado. Muchas veces nuestra enfermedad no se nota y se nos puede tildar de “lochos” porque nos cansamos o porque no podemos hacer cosas extraordinarias. De nada sirvieron mis logros cuando mi supervisor en el trabajo que me encantaba o el entrenador del equipo de oratoria decidieron que me retirara bajo el eufemismo de “que era mejor que me enfocara en mejorarme”. Ahora mismo el agotamiento físico que siento a diario fue visto como pereza o incumplimiento, y al intentar explicarlo me llamaron egoísta. ¿Entonces cómo hace uno para cambiar lo que la gente no entiende, si ya esa derrota está garantizada?

Yo no me considero un guerrero. Para mí, el dolor es inevitable y es causa perdida “combatirlo”. La enfermedad no es para “enfrentar”; pero eso nos hemos vuelto: historias de vida “extraordinarias”, soldados que “pelean” por existir, enviados a unas filas delanteras que nunca pedimos. Y si no hay mal que dure cien años, menos lo pueden soportar nuestros cuerpos, esos cuerpos diferentes.

Jessica Liliana Ramírez Gaviria, una joven colombiana con la ER conocida como “piel de mariposa”, llevó su caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para exigir que la EPS le brindara la atención necesaria de acuerdo con su diagnóstico. Entre otras cosas pedía que le suministraran unas gasas especiales que solo se usan en los hospitales y que ella necesitaba para cubrir las lesiones de su piel, que parecía quemada con agua caliente, y no soportaba la ropa ni el contacto físico. La CIDH falló a su favor y el Estado adoptó un plan de manejo para su atención integral, lo que podría volverse un precedente jurídico al transformar el trato de estos pacientes.

Diez días después de la decisión, Jessica falleció.

Pelear por nuestra existencia

Nos volvemos mártires por la causa. La esperanza de avances en la investigación muchas veces se centra en que al estudiar las enfermedades raras se encuentre la cura para otras más conocidas, como la diabetes, el alzhéimer o el cáncer. Así toca vendernos, literalmente, para que aparezca interés en nuestra existencia.

Aun si morimos, no se olvidan de nosotros: algunas de las organizaciones creadas para agruparnos se llaman como alguno de sus miembros, como por ejemplo el síndrome de Jordan, también conocida por el nombre del gen que carga la mutación: Ppp2r5d. Son los padres, con su propio dinero y esfuerzo, quienes crean y mantienen estas organizaciones, muchas veces en memoria de algún paciente. Así quedamos inmortalizados.

Hace unos años leí sobre Mila, una niña de seis años fanática de la película Frozen, a quien le encantaba cantar “Let It Go”, la canción emblemática de la protagonista. Pero la enfermedad de Batten le estaba mermando sus capacidades de ver, hablar, tragar y caminar y se esperaba que no llegara a la adolescencia. En noviembre del año pasado, cuando representaba a la Fundación APS 1, en el Encuentro Nacional de Enfermedades Raras, aquí en Washington, DC, tuve la oportunidad de conocer a Julia, la mamá de Mila.

Julia, quien de manera incansable había estado contando la historia de su niña en diferentes medios, había sido invitada al evento para que presentara el logro médico que le salvaría la vida a Mila y a otros pacientes con Batten. Un neurólogo del Boston Children’s Hospital se enteró de su causa y comenzó a trabajar, sin pago, un año entero hasta encontrar una cura.

El aspecto médico de su historia, el cual aún era secreto mientras charlamos, no fue el más valioso para mí. Durante la hora y media que conversamos quise saber sobre Mila. Julia me mostró la foto de su celular, en la que se ven las dos con sonrisas radiantes y me contó, con alegría y esperanza, que la mejoría se notaba cuando ponían la canción “Let It Go” y veían cómo Mila se movía al ritmo de la canción, demostrando que ha recuperado audición.

Cómo se vuelve de bonita la vida cuando se tiene una segunda oportunidad.

No pretendo tener la solución. Soy un suertudo, porque nací cuando era, cuando los doctores se interesan en las enfermedades raras, cuando existe la infraestructura investigativa y médica que nos puede ayudar, cuando el internet permite que los pacientes se conozcan y se ayuden; pero este es el mínimo común denominador. No puede ser que existan los medios para salvarnos pero no se implementen. No es posible que existan los pacientes y las familias, pero que se junten bajo el nombre de otra vida perdida. No es justo que los doctores sufran al ver pacientes sin diagnóstico, nada más porque nuestras historias no son tan visibles en la literatura médica. Mientras tengamos que estar peleando porque se reconozca nuestra existencia, no podremos avanzar. Pierden los pacientes que mueren, los padres que se desgastan, los doctores que se cansan. En lugar de batallar deberíamos unirnos todos: pacientes, familias, médicos y entidades prestadoras de salud para que salgamos adelante.

Ya no deberíamos pelear por nuestra existencia. Exigimos nuestra existencia.

Díganle como quieran, berraquera o un llamado a una misión especial. Yo lo llamo: entregarme del todo y desgastarme temprano, para que a otros nunca les toque lo mismo que a mí.

El cuento corto del que les hablé nunca lo terminé. Creo que me da mucho miedo saber cómo acaba, porque, aunque nunca consideré que el niño se diera por vencido, las ficciones que nos contamos a nosotros mismos nunca serán un remedio.

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